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miércoles, 16 de noviembre de 2011

Colecho: Nuestra experiencia




Antes de que mi hijo naciera, su habitación estaba completamente lista. Pintada en azul a dos tonos y estrellas fluorescentes, con varios juguetes que nos regalaron en los baby shower, toda su ropita lavada y sin etiquetas perfectamente acomodada por talla en la cajonera, con un piso de goma comodísimo en el que podría jugar cuando creciera un poco, con una linda cuna que nos heredaron, con un juego de cama verde de ranita.  Como él era pequeñito, la cuna le quedaría muy grande, así que dormiría en su bambineto, dentro de la cuna, y acomodado con un almohadón triangular en cierto ángulo para evitar que se ahogara por la noche. Ojalá que como nos ocupamos de su habitación nos hubiéramos ocupado de escuchar más nuestra naturaleza.
 

Desde el primer día que llegamos a casa mi hijo durmió solo en su habitación. Ahora lo escribo y no lo creo. Pero así fue. No es que alguien en particular nos lo dijera, pero él debía tener su habitación, su propio espacio; ya saben “porque el bebé debe adaptarse a la vida de sus padres” y no venir a revolucionarla…. ¿pero qué no desde el mismo instante que supimos que estábamos embarazados nuestra vida dio un giro de 180°? El caso es que en ese entonces no me di cuenta de la incoherencia.


No dejaré de reconocer que mi esposo no dio queja alguna los primeros días (ni después) en que en la madrugada el niño se despertaba llorando. Como Eduardo nació por cesárea yo no podía pararme de la cama para atenderlo de inmediato.  Así que su papito le cambiaba el pañal, le daba el biberón, lo cargaba y apapachaba hasta que se volviera a dormir y volvía a dejarlo solito en su cuna. Poco a poco también me tocó levantarme en las noches a atender a mi bebé. Y de ahí en adelante era como la típica escena de película… Nadie descansaba bien ni un solo día: levantarse a cada momento para ver que el niño estuviera bien cobijadito, prepara el biberón, tratar de convencernos el uno al otro de que era su turno ir a atenderlo.


Conforme el recién nacido fue creciendo, el llanto no cesaba. Eduardo exigía el calor de sus padres. Sentirse acompañado, seguro y amado no sólo de día sino también de noche. Y aun cuando creíamos haber satisfecho todas sus necesidades, él seguía llorando. Entonces, fuimos “cayendo en la tentación” y lo acostamos con nosotros. Mágicamente se acababan las lágrimas, comenzaba a dormir como un angelito. Así, sin saber, fue nuestro primer encuentro con el colecho. No es que Eduardo durmiera con nosotros toda la noche ni todos los días; pero sí como nuestra última opción cuando los llantos no paraban. Eso sí, cuando lo llevábamos a la cama de sus papás gozábamos tenerlo cerquita, su olor y calor transformaban nuestro lecho, pero no sabíamos por qué. Y así es como desperdiciamos prácticamente dos años por ignorancia.


Luego fue que comencé a encontrarme plenamente con mi maternidad y con un estilo de crianza más acorde a lo que sentía y quería ofrecerle a mi hijo. Descubrí que el hecho de que mi niño duerma a mi lado tiene un nombre y muchos más beneficios comprobados que el no hacerlo, de los que más adelante escribiré.


Ahora es Eduardo quien quiere dormir en su cama. Él ya no tiene una cuna, sino una cama muy bajita (de Cars) de la que puede bajarse cuando él lo decida. Casi todos los días dormimos dos y despertamos tres en nuestra cama… Porque hace ya un tiempo que dejo de ser la cama de papás y se transformó en una cama familiar.

2 comentarios:

Aurelia La Xata dijo...

me ha gustado mucho esta entrada... se me habia pasado y no la habia leido. MIra te dejo un premio en mi blog. NO sé si ya lo tendrás... besos !!!

Edna dijo...

Muchas gracias por pasar Aurelia, me alegra que te haya gustado. Y gracias por ese lindo premio que a la brevedad lo colgaré en mi blog!

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